Capítulo uno de Extraños Verificados de Lena Dunha M.
EN
ALGÚN LUGAR ENTRE pasta y postre, Ally decidió que había terminado con las
citas.
La primera mitad de la noche no
había sido tan mala. Tenía el tipo de vacío en blanco que le permitía a Ally proyectar
una vida interior completa sobre él, como si estuviera escribiendo una historia
de fondo para un personaje secundario en su serie de televisión favorita. Cuando él tartamudeó cuando le preguntaba qué hacía para
ganarse la vida, era porque estaba nervioso, no aburrido. Cuando miró a
la pareja detrás de ellos, estaba imaginando su futuro ─en definitiva no
estaba echando un vistazo a la chica en el minivestido hecho de esa tela negra
pura popularizada por los pantalones de yoga. Y cuando él le dio un manotazo en
el brazo con el menú sin ninguna razón en particular, fue porque encontró su
presencia casi dolorosamente adorable.
Todo
comenzó a aclararse un poco cuando, tres mordiscos en su ragú de hongos, la
cita de Ally lo tocó con su tenedor y le preguntó: “Te gusta esto?”
“Sí, me gusta”, respondió ella, ajustando su blusa
rosa demasiado apretada sobre su estómago”.
“K,
porque estás arrugándote la cara como si supiera a mierda”.
Esa no fue la peor ofensa. Tampoco
su tercera historia sobre su exnovia “totalmente psicótica”. “No eres
psicótica, ¿verdad?”
“No
sé”, respondió ella. “No he sido probada ni observada de manera adecuada”.
No
se rio. Él no asintió. Simplemente continuó describiendo a Becca, la terapeuta
de masajes en apariencia peligrosa y destructiva que le había robado le
aseguró, a su amado perro Pizza. “Le di mi vida a ese perro. Ella era mi ángel.
“Y la única vez que la até a mi porche durante la noche, Becca la robó. La
confesión de la negligencia del perro tampoco fue el peor momento de su cita.
Ese
premio llegó al momento, después que dividieron un Tiramisú de Mango, cuando él
le preguntó, en blanco y sin provocación, “¿Eres buena en el sexo?” Fue
entonces cuando Ally comenzó a sospechar que estaba en un nuevo programa de
cámara escondida del que se burlaban los hípsters en sus computadoras
portátiles en todo el país.
Cuando
llegó la cuenta, Ally prácticamente lo obligó a dividirla -ella no quería
deberle nada a este tipo- y en el proceso logró derribar su segundo vaso de
cerveza, empapando sus pantalones cortos de punto plateados (vintage, único en
su clase, ahora parece desintegrarse en su cuerpo). La camarera era encantadora
y trajo un vaso de agua mineral Seltzer. Era una chica universitaria, de
aspecto amable quien probablemente habría tenido una mejor cita. Al menos
podrían haberse unido a ese imbécil que, al principio de la comida, había
ordenado que su camarero recitara el menú de memoria. “No gracias”, ella
protestó antes de tomar su aperitivo de camarones. (Ambos para él).
Cuando
Ally se secó, él se las arregló para pagar la comida y al firmar el recibo, se
lo mostró. “Me tienes ochenta y siete dólares de tu tiempo, chica”.
Afuera
en Melrose, ella esperaba a su Lyft. “Hace frío, no te preocupes por
esperarme”, le dijo.
“Vives
en Los Ángeles ¿y no sabes conducir?”
“Uh,
no. Me mudé a París en cuanto cumplí dieciocho años, y ahora es demasiado
tarde. Mi cerebro ha dejado de crecer”.
“Déjame
enseñarte”, dijo, inclinándose cerca y rozando su mejilla con sus labios
sudorosos. (¿Podrían sudar los labios? Seguro que se sentía como si pudieran).
Los
chicos siempre quisieron enseñarle a Ally a conducir. Fue
el estribillo constante en el momento en que descubrieron que no tenía licencia.
Estaba Neal, el chico de TI que le dijo que era “un aficionado a la conducción
defensiva”. (Lo que realmente quería decir era que estaba muy a la defensiva
sobre su capacidad para conducir, y después de que chocó con una persona mayor
camino a un concierto de Bon Iver, dejó de hablar con Ally, como si ella fuera
una parte desencadenante de un recuerdo traumático) Estaba Andrés, que vivía
“fuera de la red” en Mount Washington y era dueño de un camión equipado con un
motor que funcionaba con aceite de cocina usado. (Después de que la lección de
manejo se convirtió en sexo, olió a papas fritas durante una semana completa,
un aroma que ninguna cantidad de duchas o champú en seco Oribe podría borrar).
Y
luego estaba Matthew, quien lo intentó, realmente lo intentó ─tanto para
enseñarle a conducir como para amarla. Los cinco años que convivieron, la primera
en Los Ángeles, le habían enseñado lo que realmente significaba sentir que ella
era parte de algo. Parte de una familia. Parte de un grupo de amigos. Parte de
un movimiento intelectual (aunque sea un movimiento de dos). Su ruptura fue la
primera vez que se preguntó si valía la pena amarla. Si no podía aferrarse a
esa casa ─con sus plantas en cascada y su alegre cocina amarilla y su
refrigerador lleno y sesiones nocturnas de lectura en voz alta, con sus besos
en los ojos de buenas noches y sexo de reconciliación por la tarde y furiosas discusiones
sobre las intenciones del Dr. Seuss como artista y sexo de reconciliación sobre
eso también─ entonces ¿podría aferrarse a algo?
Ella
regresó al presente, donde su cita permanecía cerca de su rostro. “No quiero
que me enseñes a conducir. Parece imposible para ti, o cualquier otro hombre para
el caso, creer que no conducir es una opción. Pero soy una mujer inteligente de
treinta y dos años y si quisiera conducir, sabría cómo. Le pagaría a alguien para
que me enseñe, que no esperara ochenta y siete dólares de buen sexo. Así que
gracias por la cena, pero por favor, por favor, por favor no vuelvas a
contactarme”.
Él
la miró un momento, con los ojos muertos. Luego le mostró un signo de paz, se
subió a su Dodge Charger y se fue y se alejó a la cruel noche que lo había
producido en primer lugar. Ella deseó que su monólogo de adiós hubiera
provocado un poco más de sorpresa y asombro, pero se las arreglaría con que él
se fuera.
PARA
CUANDO Ally se abrió paso por la puerta, sus shorts arruinados estaban hundidos
como un pañal mojado en un niño pequeño. Dejó caer las llaves, dejó caer su
bolso, luego dejó caer el trou, vagando a la cocina solo con su blusa, bragas
de abuela y tacones altos Mary Janes. El sonido eléctrico de la ira había
disminuido, dejando espacio para alguna devastación de bajo grado, del tipo que
ella se había acostumbrado a sentir cada vez que una nueva intriga romántica se
desvanecía y hacía espacio nuevamente para los recuerdos de él.
“¿A
qué debo este placer?” preguntó Caz, que estaba sentada en el rincón del
desayuno disfrutando de un queso de medianoche, su cara pecosa y limpia, el
pijama a rayas de la cárcel y el desorden de cadenas doradas que la hacían parecer
de una editorial de moda francesa.
Ally
chilló y se metió y se metió al refrigerador. “¡Pensé que estabas en casa de
Meg esta noche!”
“¿Eso
es lo que harías si un verdadero invasor de viviendas estuviera aquí? ¿Solo
levantar los hombros y acurrucarte en el refrigerador? Necesitamos trabajar en
tus instintos de autopreservación”. Su compañera de habitación mordió el hilo
de queso como una adolescente mala se rompería el chicle. Incluso a medianoche,
en casa en pijama, el copete de Caz estaba engrasado a la perfección. No es de
extrañar que su nombre de Instagram fuera @lesbianelvis.
“Por
favor, no me molestes ahora, incluso de una manera dulce”, gimió Ally, “Tuve
una cita tan mala que me hizo querer acostarme boca abajo en una alfombra de
baño”.
“Entonces,
tu sábado promedio”.
“Caz,
ni siquiera era gracioso malo o espectacular malo. Solo cotidiano, a pesar de
todo repulsivo. Y la peor parte es que ahora voy a estar deprimida durante todo
el fin de semana. Ni siquiera quiero hacer nada divertido, como la barbacoa de
Meg o el club de casa de mulecas”.
“Está
bien”, advirtió Caz. “Volveremos al club de casa de muñecas, que sabes que no
apoyo si alguna vez quieres volver a tener sexo. ¿Dónde conociste a este
chico?”
“Uh,
no puedo recordar. ¿Tinder? ¿Hinge? ¿Algún programa para contactar a los presos
de cuello blanco que están a punto de salir bajo libertad condicional?” Ally había logrado terminar, durante el curso
de la conversación hasta el momento, media botella de kombucha, algunas sobras de
Pad Thai, dos mochis de avellana y tres rodajas de manzana cubiertas de mantequilla
de maní.
“Oh,
wow” Caz observó el daño en el refrigerador. “No todos los héroes usan capa”.
“Estoy
HECHA, Caz”, Ally chilló chupando una aceituna negra del frasco.
“Mira,
este es tu problema, Al. O sales con tu mejor amigo─ …“
“Matt
no era mi *mejor amigo.”
“Disculpa,
tu amigo más cercano desde que tenías doce años. Luego cambias de camino
y sales con estos anónimos que nadie puede confirmar. Tiene que haber un
término medio. Lo que necesitas es un extraño verificado.”
La
conversación estaba haciendo que Ally se sintiera caliente y con picazón. Se
dirigió al baño para limpiar la Lager de sus muslos. Caz la siguió ladrando
órdenes.
“Aquí
está el trato─ : A partir de ahora sales con personas que están a dos grados de
distancia. Ellos no son tus amigos. Son amigos de amigos. Son las reglas”.
“No
necesito ninguna regla porque he terminado. ¡No estoy saliendo con NADIE!”
“Está
bien, bueno, si cambias de parecer, hay una orgía de chicas queer en Koreatown el
próximo fin de semana y no no voy a ir”.
“Sabes
qué? dijo Ally, poniéndose la camiseta de fútbol de la escuela secundaria.
“Quizá lo haga”.
“Sí,
claro”.
“No
me conoces,” gimió. “¡Nadie me conoce!”
Y
con eso, Ally se fue, corriendo por el pasillo y hacia la puerta principal. No
recordaba haber tomado la decisión, pero podía sentir sus pies llevándola, como
si un instinto primario la obligara a bajar los escalones de la entrada, a la
izquierda en la avenida Lucielle y hacia la casa de Matthew.
En
el porche delantero, Caz la llamó impotente. “¡No hagas esto Ally!” Ally, por
favor, ¡esto nunca termina bien! Te lo ruego, Ally”. Hizo una pausa, gritó más
fuerte: “Ally, ¡PUEDO VER TU TANGA!”
Ese
era un detalle que se le había escapado a Ally. Pero este era el peligro de
vivir a cuatro minutos a pie de la casa que una vez compartió con su ex.
Estabas cerca. Ahora estabas más cerca. Ahora, ya casi estabas allí y ahora
estabas parada afuera sin pantalones. Es duro evitar el lugar que todavía se
siente como el tuyo.
Ally
conocía el lugar como la palma de su mano. Y ella lo conocía aún mejor. Ella conocía
que el timbre de la puerta era suave y nunca lo despertaba, pero que siempre
podía escuchar voces fuera de la ventana. “¡Matthew!” Gritó Ally. “¡MATTHEEEW!”
Oyó
el pestillo de la ventana, luego la pantalla destartalada que se levantaba. Sintió
que la calma la invadía: Él estaba en casa. Él estaba en casa. Él era su
hogar. Y luego apareció una cabeza -no la de Matt, con su cabello negro
despeinado y soñolientos ojos color carbón. Era una mujer. Una mujer muy bonita.
“Uh…”
“Matty,
alguna chica está aquí gritando tu nombre”.
¿Matty?
¿Alguna chica? De repente, el hogar se sintió como lo más alejado…
Traducción de Paulina Araiza Cervantes